«LA CRISIS DE LOS 50»

CAPÍTULO 1

«Volo tre, tre, due del’Alitalia destino Parigi, uscita numero dodici.»

   Tras cinco horas de espera, el último grupo de pasajeros de la jornada se dispersó por el vestíbulo hacia la puerta de embarque. Lo encabezaban deportistas uniformados, coreando la llamada. Les seguían personas de todas las edades y estamentos, gozosas también por la salida del vuelo. Y al fondo marchaban religiosas, con paso cansino, a buen seguro agotadas por la tardanza y por la intempestiva hora.

   Cerraba la fila un hombre joven, de apenas treinta y ocho años, moreno, alto, pulcro y elegante. Su rostro irradiaba armonía, a pesar del lógico cansancio. No se podía calificar de hermoso, pero la simetría de sus facciones le confería un especial atractivo. Era una de esas caras capaz de poner en aprietos al más hábil caricaturista por su equilibrio y uniformidad.                                                          

   Avanzaba con parsimonia, sin mostrar entusiasmo por la partida. No en vano estaba dejando atrás tres años de estancia en Roma. Por la tarde, al recorrer las calles, por última vez, ya le invadió la nostalgia que se siente en cualquier entrañable despedida. Ahora, a medianoche, la magia de la ciudad cedía paso al espíritu de sus gentes.

   Andrea, Michele, Rosangela, Enzo, Fabrizio, Luca, Franca, Corrado, Savio, Alessio, Roberto… brillaban en su mente con más fuerza aún que la propia Roma. Aquellas personas sureñas, entusiastas del aire, el sol y la vida, habían sido sin duda hospitalarias. Tan sólo el hecho de que, en ocasiones, le abrieron la puerta de su casa y le sentaron frente a un plato de pasta, conociéndole sólo superficialmente, basta para dar una idea de su calidez.

   Roma había llegado a ser, en verdad, un segundo hogar, por la familiaridad de su historia, de sus monumentos y, sobre todo, de sus gentes. Sin embargo, durante meses, los fines de semana los pasó vagando sin rumbo, solitario, como un turista más, por los museos, las plazas y las ruinas que albergan las siete colinas de su área metropolitana.

   El idioma dificultó, tal vez, su integración. Su carácter tranquilo, de pocas palabras, tampoco fue propicio para trabar amistades. Pero el principal obstáculo durante los primeros tiempos fue, sin duda, su trabajo: la dirección adjunta de la Fashion International, Inc., donde debía coordinar los departamentos de creación, ventas, producción y administración de un imperio comercial que se extendió, paso a paso, más allá de Italia. Un entramado de empresas, personas, prendas y números que lo mantenía activo la mayor parte de la jornada en las oficinas de Piazzale Flaminio.

   Pero como su silencio no era sino la virtud de saber escuchar o de reflexionar antes de hablar, fue ganando poco a poco la consideración y el aprecio de sus compañeros. Y con el roce diario, cuando percibieron que era atento y solidario, y en absoluto seco, como creían, sino que incluso sonreía, Roma lo adoptó como uno más de los suyos.

   No es, pues, de extrañar que recordara tantas amistades. Ni que, al subir al avión, se recreara de manera especial en la que fue durante un año su novia. La relación se truncó por diferencias de criterio y gustos, si bien la causa oficial fueron sus obligaciones laborales.

   El trabajo había sido en Roma la única alternativa, sin tiempo para el tiempo.