El otro día, hablando con mi prima Maribel, residente en Castellón, recordamos a su padre. Y la atrayente historia de mi tío Paco en el curso de la guerra europea tomó cuerpo otra vez. La conocía desde un prisma, íntimo, familiar. Pero, hete aquí que, en el curso de la conversación la historia cambió y la visioné desde uno literario, que, con el transcurrir de los últimos días, a tomado cuerpo y alma: un proceso en vías aún de editarse, con el nombre de “EL EXILIO”.

CAPÍTULO 1
Huir de un país en guerra y llegar a otro en paz debería ser una bendición. Sin embargo, en mi caso fue poco menos que una condena. Me veía, pues, obligado a escapar de España sin mi mujer y sin mi única hija, de apenas un año. Ellas estarían a salvo si se quedaban con su familia, en lugar de acompañarme a un campo de refugiados en Francia, donde, como mal menor, nos internarían a nuestra llegada, con escasos alimentos y rodeados de toda clase de fatalidades, imposibles de sortear en una Europa ardiente, a punto también de estallar en guerra.
Yo era capitán de Estado Mayor, y sobre mis espaldas habían recaído prácticamente los últimos estertores de la Guerra Civil española en la isla de Menorca, asediada por las tropas del general Franco. El coronel de la comandancia sólo se limitaba a firmar los documentos. Su edad no le permitía ya soportar los tremendos vaivenes de una situación prácticamente irreversible. Mis reflexiones eran para él casi órdenes, por mis conocimientos del belicoso entorno y por la estima profesional que me profesaba.
Debí cumplir con mi deber hasta el último instante de aquella guerra perdida, y embarcar en el Devorshire hacia Marsella, un acorazado británico que facilitó una evacuación pacífica, tras el acuerdo entre los franquistas y los británicos. Presumí que mejor se quedarían mi mujer y mi hija sin mí por un tiempo que para siempre, … pues mi vida peligraba en caso de permanecer en la isla, a pesar de haber cumplido con mi deber. Sin embargo, mi cargo me señalaba como litigante por el simple hecho de no haberme rebelado. ¿Pero quién era yo para infringir la ley? Así lo juré cuando me dieron el empleo en el ejército. Además, solo hice buenas obras ya que no sé hacerlas de otro modo…sino a buen seguro me hubiera rebelado y apostado por el previsible bando ganador.
Creo que bastan estas palabras como tarjeta de presentación, antes de relatar una historia, que las circunstancias prolongaron, desgraciadamente, muchos años hasta que se me abrieron de nuevo las puertas del país para poder abrazar otra vez a mi mujer y a mi hija.
Así que el 8 de febrero de 1939 trajo de buena mañana un silencio extraño, un aire pesado, casi irrespirable, como si la isla hubiera agotado su capacidad de sostener esperanzas para resistir. No fue de todos modos una sorpresa ni un golpe bajo repentino. Yo había presenciado con disciplina y silencio, cómo las piezas caían lentamente, cómo las defensas se debilitaban y los recursos se agotaban. Ahora solo me quedaba aceptar la inevitable conclusión. La orden llegó: no quedaba nada por hacer. Menorca se rendía, y con ella se apagaba uno de los últimos rescoldos de la República.
Me había levantado con un cansancio profundo, no de músculos sino de conciencia. Había anticipado este momento durante días: cada informe, cada reunión con los mandos, cada decisión me había llevado a comprender que no había victoria posible. La rendición no era un accidente, sino la consecuencia de una situación que había supervisado, controlado y, en última instancia, determinado, sin posibilidad de éxito.
Caminé por las calles vacías de Maó, percibiendo el silencio que se derramaba sobre la ciudad. La bandera tricolor todavía ondeaba en algunos edificios oficiales, pero ya no era más que un recuerdo colgando de un hilo. La gente me miraba con mezcla de reproche y temor; algunos parecían buscar culpables en mi uniforme, en la autoridad que representaba, sobre lo acontecido en el curso de los últimos tiempos.
En el puerto, el mar, indiferente, batía contra los muelles como lo había hecho siempre. La masa se agolpaba frente al Devonshire. La multitud de exiliados se agrupaba en silencio. Nadie hablaba demasiado; cada cual arrastraba su miedo en silencio, con las manos ocupadas en maletas, hatillos improvisados y niños que no entendían la magnitud de lo que estaba sucediendo. Entre los muchos curiosos estaba mi esposa, con la niña en brazos que reía, ignorante de la tragedia que nos envolvía, y su risa me dolió como un cuchillo. Isabel, en cambio, me miró con una firmeza que me heló la sangre: ni reproche ni súplica, solo la resignación digna de quien confía su vida y la de su hija al destino.
Me detuve un instante, con el corazón estrangulado. Sabía que no podía quedarme. Todo me obligaba a embarcarme hacia lo incierto. Cada paso hacia el Devonshire había sido un abandono meditado. Intenté fijar la escena en mi memoria: la risa de la niña, la firmeza de Isabel, el puerto y la bruma del amanecer. Lo grabé con la precisión de quien sabe que jamás volverá a verlo igual. Ya nos habíamos despedido en la madrugada, ahora sólo fue el silencio que supuraban las lágrimas, resbaladizas, de mi mujer.
Al subir la pasarela, el rugido del motor llenó el aire. Me aferré a la barandilla y ví cómo la isla se hacía pequeña, cómo el pañuelo blanco de Isabel ondeaba hasta desaparecer entre la multitud. Sentí un nudo en el pecho, pero no lloré. Había aceptado mi destino y el de la isla. Había sabido, antes de que nadie lo dijera, que Menorca caería, y con ello había aprendido que la responsabilidad de un capitán no se mide por la victoria, sino por la capacidad de soportar el peso de la derrota.
Y mientras el Devonshire se alejaba, comprendí que aquel no era solo un viaje, sino un exilio; que Francia sería apenas la antesala de otra guerra que ya se vislumbraba en Europa. Huía de una derrota, pero llevaba conmigo la certeza de que otras batallas me esperaban. Cerré los ojos, sintiendo el mar golpeando los costados del barco, y por primera vez sentí que el peso de todo lo que había sucedido me aplastaba por completo.,,y entonces resbalaron también dos o tres lágrimas por las mejillas, al fin y al cabo antes que militar era una persona.